Este momento es leído por algunos como una hora de encolumnamientos necesarios en un campo político polarizado. Esas polarizaciones no nos conforman, aún cuando no nos son indiferentes. Otros, por el contrario, lo interpretan como un tiempo de excesiva confusión: uno en el que las cosas no están “aún” lo suficientemente claras como para poder ubicar, correctamente, las propias fidelidades. Pero, tal vez, este momento no esté aquí sólo para pasar. Tal vez no pueda tratarse, hoy, para muchos de nosotros, ni de “apurar el trago” ni de “esperar a que amaine” para comprometernos “bien, sin incoherencias que luego vayamos a lamentar”. Es más, quizá este momento importe menos por lo que tiene de cierto, que por lo inesperado y opaco que es, para nosotros. Quizá importe por lo que tiene de ocasión: ocasión de revisarnos, de poner un matiz en nuestras ideas aparentemente bien sostenidas, de reflexionar sobre el camino que transitamos hasta acá, de agregar otras posibilidades a las que -hasta ayer- considerábamos viables; y ocasión, también, para la manifestación pública de problemas y de conflictos que no nos resultan ajenos.
Hay problemas que nos movilizan. Para empezar, nos moviliza la pobreza, que no puede reducirse a una disputa por los números y por la corrección de las estadísticas, como tampoco ser el instrumento con el que dar las mejores estocadas retóricas al gobierno de turno. Nos importa que la pobreza no se asocie a la caridad ni a la beneficencia, porque cuando así aparece, se la disocia de su causa, la desigual distribución de la renta, y entonces es más fácil que sea tomada por un “escándalo moral” y no por un problema económico y político. Nos importa, además, que dentro de la pobreza se incluya a la degradación cultural: a la invisibilización y uniformidad de las voces, a la miseria de los lenguajes, a la repetición vacía de ideas e imágenes, a los monopolios informativos, y también a la precariedad de nuestros recursos organizativos. Nos importa que exista un Estado que intervenga para mejorar las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos, que asegure la distribución de justicia, que actúe enraizado en una América Latina decidida a quebrar su historia de sometimientos. Un Estado que repare la inequidad tributaria y que pueda terminar de una vez con el neoliberalismo en lo que atañe a las instituciones; pero que deje de ser neoliberal para que esa ruptura pueda también evidenciar la continuidad del neoliberalismo entre nosotros, en nuestras relaciones cotidianas. Queremos que ese Estado no sea el fin, sino uno de los medios para poder imaginar horizontes que sean comunes y capaces de potenciar singularidades. Queremos un país donde pueda alojarse el desacuerdo en la política, sin que eso sea equivalente a un “ellos o nosotros”, y donde sea posible rescatar el género del elogio, tan caído en desuso entre nuestras formas de hablar y escribir.
No nos resulta obvio cómo discutir o poner en palabras la política actual. Carecemos de claves ciertas de interpretación y de grandes nombres explícalo-todo bajo los cuales ordenar las porciones de la realidad que se nos caen encima. Palabras sí hubo y hay. Muchas palabras que nos importan, que nos tocan. Ellas aparecen a veces totalmente desconectadas de los hechos a los que refieren y, otras, como piezas patrimoniales de lenguajes cuya gramática nos resulta inarticulable. No podemos hablar los lenguajes de la épica y tampoco los de las tradiciones puras. Desigualdad, Explotación, Injusticia, Pobreza, son palabras que refieren a problemas acuciantes, a problemas que no pueden saldarse, en ningún caso, con Caridad ni Dogmas. Que esas primeras palabras resuenen en el debate público con su debido peso, como urgencias, y no que sean dichas al pasar o como en un rezo; que distingan incesantemente entre aquello que son y aquello que no pueden ser, lejos de constituir pruritos terminológicos, implica y alude a un conflicto real. Un conflicto al que llamamos batalla, sólo cuando queremos ser más prácticos. Pero tampoco podemos nombrar la cuestión de las mayorías con los léxicos de la vanguardia que ilumina a las masas; y de allí que la misma enunciación del problema de lo popular tenga que estar despojada de todo espiritualismo: no hablamos del héroe, ni del mártir, ni del espíritu luminoso, ni de la masa a redimir. Esos no pueden ser nuestros nombres para el compromiso y la militancia. Y no pueden serlo, fundamentalmente, porque no nombran “la política” que nosotros podemos vislumbrar en la superficie de nuestras prácticas cotidianas. Pero también, porque antes que pensar y actuar a partir de sujetos excepcionales o de víctimas, que ofrecerían la clave para una forma verdadera de interpretación del presente, nos preguntamos todavía qué hacer y cómo decir, desde irreparables ausencias.
El nosotros desde el que hablamos tiene algunas marcas comunes. Antes que poder hablar de los desaparecidos con un relato que unifique su experiencia, antes que poder acordarnos de ellos porque hayan sido nuestros compañeros, nosotros nos enfrentamos a tener que trazar una memoria de la singularidad de sus vidas, desde la escucha de retazos y de cara a la dura materialidad de un aviso de diario. Ellos son, para nosotros, ausencias irreparables; fotos en Página/12 que fuimos dejando atrás en edad; aquellos de los que sólo los otros podían dar testimonio directo –siempre doloroso, incluso cuando “no hablan de eso”-; pero son también el motor de la lucha de los organismos de derechos humanos por hacer que esa ausencia modele nuestra ciudadanía democrática. La presencia irreparable de su falta y lo inconexo de nuestra construcción de la memoria sobre sus vidas son nuestra marca más honda, y por ella padecimos la obediencia debida, el punto final y el indulto. También tenemos como haber el desguace del Estado, el pacto de Olivos, las relaciones carnales y el consumismo como imagen de felicidad acabada. Nacidos a la vida política en el páramo del neoliberalismo y exigidos por una confrontación defensiva antes que por la creación de una construcción, nuestro compromiso se forjó, así, en la disputa cultural más que en la pertenencia partidaria. Somos también los que defendimos la educación pública y los que poblábamos las marchas-contra-algo de los noventa en las que –recordemos- no había oradores. No había oradores en esas marchas, porque la palabra política, de tanto cinismo, se había agotado. No había oradores porque lo nuestro era la resistencia, dispersa, creativa y fragmentaria a un poder visto como lo otro, como la vereda de enfrente. Algunos de nosotros experimentamos el 2001 como la puesta en común del vasto entramado de resistencia y organización popular, cuyos focos pretendieron ser invisibilizados o criminalizados durante toda la década del noventa. Otros, en cambio, vivimos la experiencia del 2001 como un gesto de indignación de una sociedad que había atravesado la miseria y la degradación de –acaso- las más despiadada reconversión neoliberal de Latinoamérica, el menemismo, pero que sólo protestó cuando se vio despojada de sus ahorros. En cualquier caso, no tenemos nostalgia, ni creemos que ahora haya que limitarse a aplaudir, o a indignarse, o a leer por los diarios lo que otros resuelven. Somos un nosotros que no es unívoco ni homogéneo, y que, aún así, desde el desacuerdo, vislumbra una chance en un horizonte que, hasta hace poco, creíamos obturado.
Cuando nos decidimos a intervenir, entonces, en algo que interpretamos como una oportunidad, como un posible respiro en el maltrato, nos dimos cuenta que no teníamos ni las palabras, ni los nombres, ni las formas del hacer adecuados para esta época, que queremos que sea otra. Y por eso, lejos de llamarnos de una manera que nos deje –al menos en esto- cómodos, nos pusimos La Budinera. La budinera, un objeto de la cocina, un instrumento que no usamos, un dejo de humor, algo que nos obliga a explicar qué queremos decir (y que, a pesar de eso, no nos conforma), algo que los demás no se toman en serio cuando escuchan. Un nombre que es un problema. Un guiño a una imagen que es prestada: la de Capusotto usando una budinera y una percha para hacer interferencias en el tono monocorde de los medios de comunicación, con la precariedad del caso, con el tono de experimento, con la alusión a que estamos frente a una prueba que cualquiera puede intentar hacer. Una propuesta anacrónica de mezclado de ingredientes para dar cuenta del desajuste de la época. Un nombre que impone una ajenidad y una extrañeza, que la risa desbarata. Un nombre que advierte que, para tomarse en serio el nosotros que somos, debe primero provocar risa. El humor tiene distintos rostros o tonos o emociones. Nos interesa una de sus formas: allí cuando tensiona los principios jerárquicos, ahueca las certezas anquilosadas o exhibe las dimensiones paródicas de ciertos momentos de la vida social. Lo elegimos cuando su capacidad lúdica afecta la seriedad de los prestigios innecesarios y cuando desgarra la plenitud autosuficiente del estado de cosas.
Si el presente político nos resulta conmovedor, a pesar de todas estas precariedades reconocidas, si hemos roto e invitamos a romper con el discreto encanto de no considerarlo, es porque no lo enjuiciamos con un deber ser que le resulte ajeno. Antes bien, lo tanteamos, en su ambigüedad, como una oportunidad singular, una chance, cuyo destino es también nuestra responsabilidad.