La comunicación es una capacidad que todos poseemos. Comunica quien habla, quien escribe, quien actúa, pero también el que mira a los otros que tiene alrededor, sin mediar palabra, o el que se viste de una determinada manera, o el que, en plena calle, levanta el brazo para parar el colectivo. Muchos de nosotros, al final del día, repetimos el ritual de contar la gran cantidad de experiencias que tuvimos en la jornada, y podríamos imaginar, multiplicados, los relatos que hacen los demás. De esta trama de experiencias y narraciones cotidianas, que nos incumben a todos; de esta producción cotidiana de acontecimientos, palabras, relatos y temas comunes que componen nuestra vida, sólo una ínfima parte aparece en los diarios o en los canales de televisión. Es probable que los hechos más importantes de la biografía de cada uno de nosotros –como el nacimiento de un hijo, el viaje a algún lugar soñado o el día que nos despidieron de un trabajo- no cuenten nunca como temas de discusión colectiva. Y tenderíamos a pensar que eso no está mal, que no somos tan importantes, que no merecemos tal atención. El problema es cuando los problemas y sucesos que sí son relevantes para los muchos tampoco cuentan, ni aparecen. O, si lo hacen, es porque se les dio una forma que no testimonia nada de las razones por las cuales queremos que se discutan. Entonces, empezamos a sospechar que los medios masivos de comunicación, antes que potenciar nuestra común capacidad de producir -todos y cada uno de los días- palabras y sucesos que nos importa que se conozcan, que se difundan y que se memoricen, han transformado esa capacidad común en un cerco privado.
El cerco mediático: escasez e inflación
La producción cotidiana de temas y acontecimientos que hacen a nuestra vida social está confinada, decimos, dentro de las fronteras de un cerco mediático. Como todo cerco, él encierra en los márgenes de su alambrado aquello que aparece en sus pantallas o en sus tapas de diarios, y lo distingue tajantemente de aquello que no aparece, y que pasa a ser irrelevante, indigno de ser recordado, intraducible en los lenguajes de los editores, los cronistas y los movileros. Lo que queda afuera, no cuenta -aunque sí lo haga para los que lo vivieron-. A los temas y acontecimientos que sí cruzan el alambrado, no les va mejor: a veces, se exagera su importancia, y otras, por el contrario, se ningunea su contenido. A veces se deforma aquello que se pretendía mostrar, a veces se lo repite tanto que su presencia incesante en las pantallas genera un efecto similar al de los calmantes. A veces el cerco nos seda, otras nos irrita, otras produce nauseas, por el trato obsceno que muestra con lo que nos es importante.
Una sociedad tan rica en palabras y problemas comunes como ésta, en la que vivimos, se ve, muchas veces, frente a la rara noticia de que “no pasa nada”, o por el contrario, cuando pasa de todo, ello no parece inmutar el gesto rutinario de ningún conductor televisivo. ¿Habrá que gritar más fuerte para que se escuche el eco, dentro del cerco mediático, o será que esa escasez artificial de temas o, por el contrario, su inflación, no responde en nada a lo que nos sucede?
¿Quién es “la gente”?
Lejos de indagar sobre las prioridades que queremos que se discutan, el cerco fija sus propias jerarquías y conexiones entre los temas. Asistimos impávidos, por ejemplo, al extraño caso de que, si nos regimos por las noticias que registran los medios, la peste de la gripe A provocó una merma notoria de los casos de inseguridad en la Argentina. O nos asombramos ante la reaparición que se da en bandadas, cada tanto, del mosquito del dengue, que es noticia hasta que empieza el Torneo Apertura.
Pero el cerco no quiere aparecer como autoritario, sino ser un fiel reflejo de lo que sucede, y entonces, ante la proliferación de tecnologías que permiten el intercambio de información entre pares, como la Internet, y ante la posibilidad de que, de cada suceso social, haya una imagen registrada por celular, se invita a subir los contenidos a sus páginas webs y convertirse así “en un cronista más”. Sólo que, si esos contenidos captan la atención de pocos segundos televisivos, el anónimo cronista es rotulado como “la gente”, y da la casualidad que sus percepciones, intereses y juicios sobre lo importante coinciden, ciento por ciento, con las percepciones del conductor de turno.
El cerco y su historia
En sociedades tan complejas como la nuestra, y a pesar de lo dicho, no podríamos prescindir de los medios de comunicación. El problema es cómo hacer de ellos algo más cercano a la comunicación, entendida como bien común, como capacidad compartida para producir temas, palabras y acontecimientos -y no como un cerco privado de intereses corporativos. La cuestión es, en otras palabras, cómo revertir el proceso de distribución desigual y regresiva de la información pública, que comenzó en 1980, cuando la dictadura militar dictó el decreto-ley 22.285 y que aún hoy se mantiene vigente. Ese decreto-ley, dictado en el marco de la Ley de Seguridad Nacional, no sólo desconocía las innovaciones tecnológicas que hoy modelan nuestra vida –como Internet-, sino que, lo que es más importante, anudó comunicación y represión social. Su espíritu fue convalidado por una reforma clave de los años 90, cuando, por la Ley de Reforma del Estado y la de Emergencia Económica de la década menemista, se privatizaron empresas como SEGBA, ENTEL, YPF, Gas del Estado y se concesionaron los canales de televisión y emisoras radiales (Canal 11, 13, Radio Belgrano y Excelsior). Es decir, no sólo se dejaron en manos de privados el esfuerzo de décadas de la población del país por construir empresas públicas y estatales, sino que también se otorgó a los grupos multimedia el oligopolio de la palabra y la imagen que todos y todas producimos –decimos oligopolio, para no atragantar más al lector-.
Allí se formaron dos grupos concentrados relevantes: uno en torno al diario Clarín, y el otro, en torno a Telefónica. Pero digámoslo de una vez, para alejar suspicacias: la nueva Ley de Radiodifusión que se propone discutir el Congreso Nacional y que aquí apoyamos, no es una ley contra Clarín, ni contra ninguno de estos grupos en particular. Sí fue una norma dictada para Clarín –esta vez, muy a favor-, la modificación de la Ley de Quiebras que, bajo el gobierno de Eduardo Duhalde, impidió que inversores extranjeros se apropiaran de las empresas que no podían hacer frente a sus deudas, luego de la crisis del 2001. Esta vez, en cambio, no es ni para ni en contra de Clarín, por el simple hecho de que el bien común de la comunicación social -esa, nuestra común capacidad de la que hablábamos antes-, excede en mucho a éste y a cualquier grupo multimedia y debe resguardarse (como el proyecto que se discutirá lo hace), como una actividad social, de interés público, que no puede ser subastada al mejor postor, sencillamente porque es una capacidad intransferible.
Pero además, ésta es mucho más que una batalla más entre un gobierno y un grupo sectorial, porque, por primera vez desde el retorno de la democracia, se propone reemplazar un decreto-ley de la dictadura, por una ley, discutida en un Parlamento democrático, que cuenta con apoyo y discusión previa de organizaciones sociales, cuyo texto es público y que contempla lo establecido por patrones internacionales, como la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información desarrollada en Ginebra y Túnez, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Convención UNESCO de Diversidad Cultural. Un decreto-ley autoritario se revocará por el dictado de una ley, en democracia y esto es muy importante.
La pobreza, sobre la que tanto se ha discutido en estos días y que es -sin dudas- la deuda con mayúsculas de la democracia y de todos nosotros, como sociedad, es también una pobreza de imágenes, de palabras, de relatos y de acontecimientos. Una sociedad plural como la que conformamos se merece que muchas voces tengan la posibilidad de pensarla, de decirla y de mostrarla.
En apoyo al proyecto de Ley de Radiodifusión
La budinera, agosto del 2009
El cerco mediático: escasez e inflación
La producción cotidiana de temas y acontecimientos que hacen a nuestra vida social está confinada, decimos, dentro de las fronteras de un cerco mediático. Como todo cerco, él encierra en los márgenes de su alambrado aquello que aparece en sus pantallas o en sus tapas de diarios, y lo distingue tajantemente de aquello que no aparece, y que pasa a ser irrelevante, indigno de ser recordado, intraducible en los lenguajes de los editores, los cronistas y los movileros. Lo que queda afuera, no cuenta -aunque sí lo haga para los que lo vivieron-. A los temas y acontecimientos que sí cruzan el alambrado, no les va mejor: a veces, se exagera su importancia, y otras, por el contrario, se ningunea su contenido. A veces se deforma aquello que se pretendía mostrar, a veces se lo repite tanto que su presencia incesante en las pantallas genera un efecto similar al de los calmantes. A veces el cerco nos seda, otras nos irrita, otras produce nauseas, por el trato obsceno que muestra con lo que nos es importante.
Una sociedad tan rica en palabras y problemas comunes como ésta, en la que vivimos, se ve, muchas veces, frente a la rara noticia de que “no pasa nada”, o por el contrario, cuando pasa de todo, ello no parece inmutar el gesto rutinario de ningún conductor televisivo. ¿Habrá que gritar más fuerte para que se escuche el eco, dentro del cerco mediático, o será que esa escasez artificial de temas o, por el contrario, su inflación, no responde en nada a lo que nos sucede?
¿Quién es “la gente”?
Lejos de indagar sobre las prioridades que queremos que se discutan, el cerco fija sus propias jerarquías y conexiones entre los temas. Asistimos impávidos, por ejemplo, al extraño caso de que, si nos regimos por las noticias que registran los medios, la peste de la gripe A provocó una merma notoria de los casos de inseguridad en la Argentina. O nos asombramos ante la reaparición que se da en bandadas, cada tanto, del mosquito del dengue, que es noticia hasta que empieza el Torneo Apertura.
Pero el cerco no quiere aparecer como autoritario, sino ser un fiel reflejo de lo que sucede, y entonces, ante la proliferación de tecnologías que permiten el intercambio de información entre pares, como la Internet, y ante la posibilidad de que, de cada suceso social, haya una imagen registrada por celular, se invita a subir los contenidos a sus páginas webs y convertirse así “en un cronista más”. Sólo que, si esos contenidos captan la atención de pocos segundos televisivos, el anónimo cronista es rotulado como “la gente”, y da la casualidad que sus percepciones, intereses y juicios sobre lo importante coinciden, ciento por ciento, con las percepciones del conductor de turno.
El cerco y su historia
En sociedades tan complejas como la nuestra, y a pesar de lo dicho, no podríamos prescindir de los medios de comunicación. El problema es cómo hacer de ellos algo más cercano a la comunicación, entendida como bien común, como capacidad compartida para producir temas, palabras y acontecimientos -y no como un cerco privado de intereses corporativos. La cuestión es, en otras palabras, cómo revertir el proceso de distribución desigual y regresiva de la información pública, que comenzó en 1980, cuando la dictadura militar dictó el decreto-ley 22.285 y que aún hoy se mantiene vigente. Ese decreto-ley, dictado en el marco de la Ley de Seguridad Nacional, no sólo desconocía las innovaciones tecnológicas que hoy modelan nuestra vida –como Internet-, sino que, lo que es más importante, anudó comunicación y represión social. Su espíritu fue convalidado por una reforma clave de los años 90, cuando, por la Ley de Reforma del Estado y la de Emergencia Económica de la década menemista, se privatizaron empresas como SEGBA, ENTEL, YPF, Gas del Estado y se concesionaron los canales de televisión y emisoras radiales (Canal 11, 13, Radio Belgrano y Excelsior). Es decir, no sólo se dejaron en manos de privados el esfuerzo de décadas de la población del país por construir empresas públicas y estatales, sino que también se otorgó a los grupos multimedia el oligopolio de la palabra y la imagen que todos y todas producimos –decimos oligopolio, para no atragantar más al lector-.
Allí se formaron dos grupos concentrados relevantes: uno en torno al diario Clarín, y el otro, en torno a Telefónica. Pero digámoslo de una vez, para alejar suspicacias: la nueva Ley de Radiodifusión que se propone discutir el Congreso Nacional y que aquí apoyamos, no es una ley contra Clarín, ni contra ninguno de estos grupos en particular. Sí fue una norma dictada para Clarín –esta vez, muy a favor-, la modificación de la Ley de Quiebras que, bajo el gobierno de Eduardo Duhalde, impidió que inversores extranjeros se apropiaran de las empresas que no podían hacer frente a sus deudas, luego de la crisis del 2001. Esta vez, en cambio, no es ni para ni en contra de Clarín, por el simple hecho de que el bien común de la comunicación social -esa, nuestra común capacidad de la que hablábamos antes-, excede en mucho a éste y a cualquier grupo multimedia y debe resguardarse (como el proyecto que se discutirá lo hace), como una actividad social, de interés público, que no puede ser subastada al mejor postor, sencillamente porque es una capacidad intransferible.
Pero además, ésta es mucho más que una batalla más entre un gobierno y un grupo sectorial, porque, por primera vez desde el retorno de la democracia, se propone reemplazar un decreto-ley de la dictadura, por una ley, discutida en un Parlamento democrático, que cuenta con apoyo y discusión previa de organizaciones sociales, cuyo texto es público y que contempla lo establecido por patrones internacionales, como la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información desarrollada en Ginebra y Túnez, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Convención UNESCO de Diversidad Cultural. Un decreto-ley autoritario se revocará por el dictado de una ley, en democracia y esto es muy importante.
La pobreza, sobre la que tanto se ha discutido en estos días y que es -sin dudas- la deuda con mayúsculas de la democracia y de todos nosotros, como sociedad, es también una pobreza de imágenes, de palabras, de relatos y de acontecimientos. Una sociedad plural como la que conformamos se merece que muchas voces tengan la posibilidad de pensarla, de decirla y de mostrarla.
En apoyo al proyecto de Ley de Radiodifusión
La budinera, agosto del 2009
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