viernes, 4 de diciembre de 2009

Nombres no-políticos para la práctica política actual


Este momento es leído por algunos como una hora de encolumnamientos necesarios en un campo político polarizado. Esas polarizaciones no nos conforman, aún cuando no nos son indiferentes. Otros, por el contrario, lo interpretan como un tiempo de excesiva confusión: uno en el que las cosas no están “aún” lo suficientemente claras como para poder ubicar, correctamente, las propias fidelidades. Pero, tal vez, este momento no esté aquí sólo para pasar. Tal vez no pueda tratarse, hoy, para muchos de nosotros, ni de “apurar el trago” ni de “esperar a que amaine” para comprometernos “bien, sin incoherencias que luego vayamos a lamentar”. Es más, quizá este momento importe menos por lo que tiene de cierto, que por lo inesperado y opaco que es, para nosotros. Quizá importe por lo que tiene de ocasión: ocasión de revisarnos, de poner un matiz en nuestras ideas aparentemente bien sostenidas, de reflexionar sobre el camino que transitamos hasta acá, de agregar otras posibilidades a las que -hasta ayer- considerábamos viables; y ocasión, también, para la manifestación pública de problemas y de conflictos que no nos resultan ajenos.


Hay problemas que nos movilizan. Para empezar, nos moviliza la pobreza, que no puede reducirse a una disputa por los números y por la corrección de las estadísticas, como tampoco ser el instrumento con el que dar las mejores estocadas retóricas al gobierno de turno. Nos importa que la pobreza no se asocie a la caridad ni a la beneficencia, porque cuando así aparece, se la disocia de su causa, la desigual distribución de la renta, y entonces es más fácil que sea tomada por un “escándalo moral” y no por un problema económico y político. Nos importa, además, que dentro de la pobreza se incluya a la degradación cultural: a la invisibilización y uniformidad de las voces, a la miseria de los lenguajes, a la repetición vacía de ideas e imágenes, a los monopolios informativos, y también a la precariedad de nuestros recursos organizativos. Nos importa que exista un Estado que intervenga para mejorar las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos, que asegure la distribución de justicia, que actúe enraizado en una América Latina decidida a quebrar su historia de sometimientos. Un Estado que repare la inequidad tributaria y que pueda terminar de una vez con el neoliberalismo en lo que atañe a las instituciones; pero que deje de ser neoliberal para que esa ruptura pueda también evidenciar la continuidad del neoliberalismo entre nosotros, en nuestras relaciones cotidianas. Queremos que ese Estado no sea el fin, sino uno de los medios para poder imaginar horizontes que sean comunes y capaces de potenciar singularidades. Queremos un país donde pueda alojarse el desacuerdo en la política, sin que eso sea equivalente a un “ellos o nosotros”, y donde sea posible rescatar el género del elogio, tan caído en desuso entre nuestras formas de hablar y escribir.


No nos resulta obvio cómo discutir o poner en palabras la política actual. Carecemos de claves ciertas de interpretación y de grandes nombres explícalo-todo bajo los cuales ordenar las porciones de la realidad que se nos caen encima. Palabras sí hubo y hay. Muchas palabras que nos importan, que nos tocan. Ellas aparecen a veces totalmente desconectadas de los hechos a los que refieren y, otras, como piezas patrimoniales de lenguajes cuya gramática nos resulta inarticulable. No podemos hablar los lenguajes de la épica y tampoco los de las tradiciones puras. Desigualdad, Explotación, Injusticia, Pobreza, son palabras que refieren a problemas acuciantes, a problemas que no pueden saldarse, en ningún caso, con Caridad ni Dogmas. Que esas primeras palabras resuenen en el debate público con su debido peso, como urgencias, y no que sean dichas al pasar o como en un rezo; que distingan incesantemente entre aquello que son y aquello que no pueden ser, lejos de constituir pruritos terminológicos, implica y alude a un conflicto real. Un conflicto al que llamamos batalla, sólo cuando queremos ser más prácticos. Pero tampoco podemos nombrar la cuestión de las mayorías con los léxicos de la vanguardia que ilumina a las masas; y de allí que la misma enunciación del problema de lo popular tenga que estar despojada de todo espiritualismo: no hablamos del héroe, ni del mártir, ni del espíritu luminoso, ni de la masa a redimir. Esos no pueden ser nuestros nombres para el compromiso y la militancia. Y no pueden serlo, fundamentalmente, porque no nombran “la política” que nosotros podemos vislumbrar en la superficie de nuestras prácticas cotidianas. Pero también, porque antes que pensar y actuar a partir de sujetos excepcionales o de víctimas, que ofrecerían la clave para una forma verdadera de interpretación del presente, nos preguntamos todavía qué hacer y cómo decir, desde irreparables ausencias.


El nosotros desde el que hablamos tiene algunas marcas comunes. Antes que poder hablar de los desaparecidos con un relato que unifique su experiencia, antes que poder acordarnos de ellos porque hayan sido nuestros compañeros, nosotros nos enfrentamos a tener que trazar una memoria de la singularidad de sus vidas, desde la escucha de retazos y de cara a la dura materialidad de un aviso de diario. Ellos son, para nosotros, ausencias irreparables; fotos en Página/12 que fuimos dejando atrás en edad; aquellos de los que sólo los otros podían dar testimonio directo –siempre doloroso, incluso cuando “no hablan de eso”-; pero son también el motor de la lucha de los organismos de derechos humanos por hacer que esa ausencia modele nuestra ciudadanía democrática. La presencia irreparable de su falta y lo inconexo de nuestra construcción de la memoria sobre sus vidas son nuestra marca más honda, y por ella padecimos la obediencia debida, el punto final y el indulto. También tenemos como haber el desguace del Estado, el pacto de Olivos, las relaciones carnales y el consumismo como imagen de felicidad acabada. Nacidos a la vida política en el páramo del neoliberalismo y exigidos por una confrontación defensiva antes que por la creación de una construcción, nuestro compromiso se forjó, así, en la disputa cultural más que en la pertenencia partidaria. Somos también los que defendimos la educación pública y los que poblábamos las marchas-contra-algo de los noventa en las que –recordemos- no había oradores. No había oradores en esas marchas, porque la palabra política, de tanto cinismo, se había agotado. No había oradores porque lo nuestro era la resistencia, dispersa, creativa y fragmentaria a un poder visto como lo otro, como la vereda de enfrente. Algunos de nosotros experimentamos el 2001 como la puesta en común del vasto entramado de resistencia y organización popular, cuyos focos pretendieron ser invisibilizados o criminalizados durante toda la década del noventa. Otros, en cambio, vivimos la experiencia del 2001 como un gesto de indignación de una sociedad que había atravesado la miseria y la degradación de –acaso- las más despiadada reconversión neoliberal de Latinoamérica, el menemismo, pero que sólo protestó cuando se vio despojada de sus ahorros. En cualquier caso, no tenemos nostalgia, ni creemos que ahora haya que limitarse a aplaudir, o a indignarse, o a leer por los diarios lo que otros resuelven. Somos un nosotros que no es unívoco ni homogéneo, y que, aún así, desde el desacuerdo, vislumbra una chance en un horizonte que, hasta hace poco, creíamos obturado.


Cuando nos decidimos a intervenir, entonces, en algo que interpretamos como una oportunidad, como un posible respiro en el maltrato, nos dimos cuenta que no teníamos ni las palabras, ni los nombres, ni las formas del hacer adecuados para esta época, que queremos que sea otra. Y por eso, lejos de llamarnos de una manera que nos deje –al menos en esto- cómodos, nos pusimos La Budinera. La budinera, un objeto de la cocina, un instrumento que no usamos, un dejo de humor, algo que nos obliga a explicar qué queremos decir (y que, a pesar de eso, no nos conforma), algo que los demás no se toman en serio cuando escuchan. Un nombre que es un problema. Un guiño a una imagen que es prestada: la de Capusotto usando una budinera y una percha para hacer interferencias en el tono monocorde de los medios de comunicación, con la precariedad del caso, con el tono de experimento, con la alusión a que estamos frente a una prueba que cualquiera puede intentar hacer. Una propuesta anacrónica de mezclado de ingredientes para dar cuenta del desajuste de la época. Un nombre que impone una ajenidad y una extrañeza, que la risa desbarata. Un nombre que advierte que, para tomarse en serio el nosotros que somos, debe primero provocar risa. El humor tiene distintos rostros o tonos o emociones. Nos interesa una de sus formas: allí cuando tensiona los principios jerárquicos, ahueca las certezas anquilosadas o exhibe las dimensiones paródicas de ciertos momentos de la vida social. Lo elegimos cuando su capacidad lúdica afecta la seriedad de los prestigios innecesarios y cuando desgarra la plenitud autosuficiente del estado de cosas.

Si el presente político nos resulta conmovedor, a pesar de todas estas precariedades reconocidas, si hemos roto e invitamos a romper con el discreto encanto de no considerarlo, es porque no lo enjuiciamos con un deber ser que le resulte ajeno. Antes bien, lo tanteamos, en su ambigüedad, como una oportunidad singular, una chance, cuyo destino es también nuestra responsabilidad.

domingo, 30 de agosto de 2009

Romper el cerco de los medios


La comunicación es una capacidad que todos poseemos. Comunica quien habla, quien escribe, quien actúa, pero también el que mira a los otros que tiene alrededor, sin mediar palabra, o el que se viste de una determinada manera, o el que, en plena calle, levanta el brazo para parar el colectivo. Muchos de nosotros, al final del día, repetimos el ritual de contar la gran cantidad de experiencias que tuvimos en la jornada, y podríamos imaginar, multiplicados, los relatos que hacen los demás. De esta trama de experiencias y narraciones cotidianas, que nos incumben a todos; de esta producción cotidiana de acontecimientos, palabras, relatos y temas comunes que componen nuestra vida, sólo una ínfima parte aparece en los diarios o en los canales de televisión. Es probable que los hechos más importantes de la biografía de cada uno de nosotros –como el nacimiento de un hijo, el viaje a algún lugar soñado o el día que nos despidieron de un trabajo- no cuenten nunca como temas de discusión colectiva. Y tenderíamos a pensar que eso no está mal, que no somos tan importantes, que no merecemos tal atención. El problema es cuando los problemas y sucesos que sí son relevantes para los muchos tampoco cuentan, ni aparecen. O, si lo hacen, es porque se les dio una forma que no testimonia nada de las razones por las cuales queremos que se discutan. Entonces, empezamos a sospechar que los medios masivos de comunicación, antes que potenciar nuestra común capacidad de producir -todos y cada uno de los días- palabras y sucesos que nos importa que se conozcan, que se difundan y que se memoricen, han transformado esa capacidad común en un cerco privado.


El cerco mediático: escasez e inflación

La producción cotidiana de temas y acontecimientos que hacen a nuestra vida social está confinada, decimos, dentro de las fronteras de un cerco mediático. Como todo cerco, él encierra en los márgenes de su alambrado aquello que aparece en sus pantallas o en sus tapas de diarios, y lo distingue tajantemente de aquello que no aparece, y que pasa a ser irrelevante, indigno de ser recordado, intraducible en los lenguajes de los editores, los cronistas y los movileros. Lo que queda afuera, no cuenta -aunque sí lo haga para los que lo vivieron-. A los temas y acontecimientos que sí cruzan el alambrado, no les va mejor: a veces, se exagera su importancia, y otras, por el contrario, se ningunea su contenido. A veces se deforma aquello que se pretendía mostrar, a veces se lo repite tanto que su presencia incesante en las pantallas genera un efecto similar al de los calmantes. A veces el cerco nos seda, otras nos irrita, otras produce nauseas, por el trato obsceno que muestra con lo que nos es importante.
Una sociedad tan rica en palabras y problemas comunes como ésta, en la que vivimos, se ve, muchas veces, frente a la rara noticia de que “no pasa nada”, o por el contrario, cuando pasa de todo, ello no parece inmutar el gesto rutinario de ningún conductor televisivo. ¿Habrá que gritar más fuerte para que se escuche el eco, dentro del cerco mediático, o será que esa escasez artificial de temas o, por el contrario, su inflación, no responde en nada a lo que nos sucede?


¿Quién es “la gente”?

Lejos de indagar sobre las prioridades que queremos que se discutan, el cerco fija sus propias jerarquías y conexiones entre los temas. Asistimos impávidos, por ejemplo, al extraño caso de que, si nos regimos por las noticias que registran los medios, la peste de la gripe A provocó una merma notoria de los casos de inseguridad en la Argentina. O nos asombramos ante la reaparición que se da en bandadas, cada tanto, del mosquito del dengue, que es noticia hasta que empieza el Torneo Apertura.
Pero el cerco no quiere aparecer como autoritario, sino ser un fiel reflejo de lo que sucede, y entonces, ante la proliferación de tecnologías que permiten el intercambio de información entre pares, como la Internet, y ante la posibilidad de que, de cada suceso social, haya una imagen registrada por celular, se invita a subir los contenidos a sus páginas webs y convertirse así “en un cronista más”. Sólo que, si esos contenidos captan la atención de pocos segundos televisivos, el anónimo cronista es rotulado como “la gente”, y da la casualidad que sus percepciones, intereses y juicios sobre lo importante coinciden, ciento por ciento, con las percepciones del conductor de turno.


El cerco y su historia

En sociedades tan complejas como la nuestra, y a pesar de lo dicho, no podríamos prescindir de los medios de comunicación. El problema es cómo hacer de ellos algo más cercano a la comunicación, entendida como bien común, como capacidad compartida para producir temas, palabras y acontecimientos -y no como un cerco privado de intereses corporativos. La cuestión es, en otras palabras, cómo revertir el proceso de distribución desigual y regresiva de la información pública, que comenzó en 1980, cuando la dictadura militar dictó el decreto-ley 22.285 y que aún hoy se mantiene vigente. Ese decreto-ley, dictado en el marco de la Ley de Seguridad Nacional, no sólo desconocía las innovaciones tecnológicas que hoy modelan nuestra vida –como Internet-, sino que, lo que es más importante, anudó comunicación y represión social. Su espíritu fue convalidado por una reforma clave de los años 90, cuando, por la Ley de Reforma del Estado y la de Emergencia Económica de la década menemista, se privatizaron empresas como SEGBA, ENTEL, YPF, Gas del Estado y se concesionaron los canales de televisión y emisoras radiales (Canal 11, 13, Radio Belgrano y Excelsior). Es decir, no sólo se dejaron en manos de privados el esfuerzo de décadas de la población del país por construir empresas públicas y estatales, sino que también se otorgó a los grupos multimedia el oligopolio de la palabra y la imagen que todos y todas producimos –decimos oligopolio, para no atragantar más al lector-.


Allí se formaron dos grupos concentrados relevantes: uno en torno al diario Clarín, y el otro, en torno a Telefónica. Pero digámoslo de una vez, para alejar suspicacias: la nueva Ley de Radiodifusión que se propone discutir el Congreso Nacional y que aquí apoyamos, no es una ley contra Clarín, ni contra ninguno de estos grupos en particular. Sí fue una norma dictada para Clarín –esta vez, muy a favor-, la modificación de la Ley de Quiebras que, bajo el gobierno de Eduardo Duhalde, impidió que inversores extranjeros se apropiaran de las empresas que no podían hacer frente a sus deudas, luego de la crisis del 2001. Esta vez, en cambio, no es ni para ni en contra de Clarín, por el simple hecho de que el bien común de la comunicación social -esa, nuestra común capacidad de la que hablábamos antes-, excede en mucho a éste y a cualquier grupo multimedia y debe resguardarse (como el proyecto que se discutirá lo hace), como una actividad social, de interés público, que no puede ser subastada al mejor postor, sencillamente porque es una capacidad intransferible.


Pero además, ésta es mucho más que una batalla más entre un gobierno y un grupo sectorial, porque, por primera vez desde el retorno de la democracia, se propone reemplazar un decreto-ley de la dictadura, por una ley, discutida en un Parlamento democrático, que cuenta con apoyo y discusión previa de organizaciones sociales, cuyo texto es público y que contempla lo establecido por patrones internacionales, como la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información desarrollada en Ginebra y Túnez, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Convención UNESCO de Diversidad Cultural. Un decreto-ley autoritario se revocará por el dictado de una ley, en democracia y esto es muy importante.


La pobreza, sobre la que tanto se ha discutido en estos días y que es -sin dudas- la deuda con mayúsculas de la democracia y de todos nosotros, como sociedad, es también una pobreza de imágenes, de palabras, de relatos y de acontecimientos. Una sociedad plural como la que conformamos se merece que muchas voces tengan la posibilidad de pensarla, de decirla y de mostrarla.


En apoyo al proyecto de Ley de Radiodifusión
La budinera, agosto del 2009

viernes, 28 de agosto de 2009

Los atacantes de Clarín (!)

Parece que la libertad de expresión es sólo para algunos... sin palabras...



ADEPA nos condenó... lástima que no se tomaron el trabajo de leer nuestro texto. Lo "cuantioso" de nuestros recursos es muy gracioso, gastamos 300 pesos contando impresión de volantes, hilo sisal y fotocopias (esto no cuenta la pizza que luego comimos). En cuanto a nuestra logística tan alejada "del ciudadano común", no tenemos más que agradecer tal distinción a TN. Esto es sólo una muestra de su manera de "informar"...